Un hermoso cuento. (((largo))))

Historia del Sheik San’an ((((La asamblea de los pájaros, Farid Ud-Din Attar)))


El Sheik San’an fue un hombre virtuoso de su tiempo, había perfeccionado su ser hasta un grado muy elevado. Durante cincuenta años había permanecido en retiro con cuatrocientos discípulos trabajando día y noche sobre sí mismo. Poseía gran conocimiento y gozaba tanto de revelaciones interiores como exteriores. La mayor parte de su vida la había pasado en peregrinajes a la Meca. Sus plegarias y ayunos habían sido innumerables y no olvidaba ninguna de las prácticas sunnitas. Obraba milagros y su aliento curaba al enfermo y al deprimido.

Una noche soñó que iba de la Meca a Grecia y allí adoraba un ídolo; y al despertar, sobrecogido por el dolor que este opresivo sueño le produjo, dijo a sus discípulos: “Debo partir inmediatamente hacia Grecia, quizás pueda descubrir el significado de este sueño”.

Con sus cuatrocientos discípulos abandonó la Caabá y al tiempo arribó a Grecia. Atravesaron el país de extremo a extremo y un día por casualidad vieron a una joven sentada en un balcón. La niña era cristiana y la expresión de su semblante evidenciaba su inclinación a ponderar sobre asuntos divinos. Su belleza era como el esplendor del sol y su dignidad como los signos del zodíaco. Celosa de su radiante belleza, la estrella matutina merodeaba por encima de su casa. Aquel cuyo corazón quedaba enredado en sus cabellos, se ponía el cinto del cristiano; aquel cuyo deseo se encendía por el rubí de sus labios, perdía la cabeza. El alba se teñía de oscuridad con el negro de sus cabellos, la tierra de Grecia retrocedía ante la belleza de sus pecas. Sus ojos eran el cebo de los amantes; sus arqueadas cejas encerraban tiernamente un par de lunas. Cuando se iluminaban sus pupilas, cien corazones caían prisioneros. Su rostro centelleaba como una llama ardiente y los húmedos rubíes de sus labios podían hacer morir de sed un mundo entero. Sus lánguidas pestañas eran como cien puñales y su boca era tan pequeña que ni las palabras podían atravesarla. Su cintura, delgada como un cabello, se estrechaba a la altura del zunnar; y el plateado hoyuelo de su mentón era tan vivificante como el discurso de Jesús.

Cuando levantó un extremo de su velo el corazón del sheik se encendió; y uno solo de sus cabellos lo sujetó como cientos de zunnars. No podía retirar los ojos de ese rostro y tal fue el amor que lo embargó, que la voluntad se le escapó de las manos. La infidelidad, desde los cabellos de la dama, se diseminó sobre su fe. Y él gritó: “Oh, qué terrible es este amor que siento por ella. ¡Cuando la religión te abandona, para qué sirve el corazón!”.

Cuando sus compañeros entendieron lo que sucedía y vieron en qué estado se hallaba, se llevaron las manos a la cabeza. Algunos trataron de hacerlo razonar, pero se negaba a escuchar. Día y noche estaba allí de pie, con los ojos fijos en el balcón y la boca abierta. Las estrellas, para brillar como lámparas, aprovechaban la combustión del corazón de este hombre, que estaba en llamas. Su amor creció hasta superarlo. “Oh Señor”, oraba, “en mi vida he ayunado y sufrido, pero nunca he padecido como ahora; esto es un tormento. La noche es tan larga y negra como su cabello. ¿Dónde está la luz del Cielo? ¿Se extinguió con mis suspiros o está escondida por celos? ¿Dónde quedó mi buena fortuna, que no me ayuda a obtener el amor de esta joven? ¿Dónde se halla mi razón, que ya no puedo usar mi conocimiento? ¿Dónde está mi mano para que pueda echar tierra sobre mi cabeza? ¿Dónde están mis piernas para llegar hasta mi amada, que me dé su corazón? ¿Qué es este amor, esta pena, este dolor?”.

Los amigos del sheik volvieron a acercarse. Uno le dijo: “Oh valeroso sheik, levántate y aléjate de esta tentación. Domínate y realiza las abluciones encomendadas”. Y él replicó: “No sabes que esta noche he hecho cien abluciones con la sangre de mi corazón?”. Otro le dijo: “¿Dónde está tu rosario? ¿Cómo puedes orar sin él?” Y él respondió: “Me arrepiento de haber seguido la ley verdadera, y sólo deseo abandonar ese absurdo”. Otro le dijo: “Abandona este lugar y vuelve a adorar a Dios”. Y él respondió: “Si mi ídolo estuviera aquí, ante ella me inclinaría”. Otro exclamó: ¡¿Entonces ni siquiera tratarás de arrepentirte?! ¿Ya no eres un fiel del Islam?”. Y él respondió: “De lo único que me arrepiento es de no haber conocido hasta ahora el amor”. Otro le dijo: “Si sigues este camino te conducirá a los abismos del infierno, pero si te cuidas, podrás evitarlos”. Y él respondió: “Si existe el infierno es a causa de mis suspiros; podría alimentar con ellos siete infiernos”.

Después de pasar toda la noche suplicándole, viendo que sus palabras no producían ningún efecto sobre el sheik, los amigos se alejaron. Mientras tanto, el Turco de la Mañana, con su sable y escudo dorados, cortó la cabeza a la Negra Noche, y el mundo de ilusiones se bañó con los rayos del sol. El sheik, juguete de su amor, durante un mes vagó con los perros y sentado en la calle esperaba ver el rostro amado. El polvo del camino era su cama y su almohada el peldaño de la puerta de la joven.

La hermosa cristiana, al ver ese desesperado amor, se cubrió con el velo y se acercó a decirle: “Oh sheik, ¿cómo tú, un asceta, te embriagas con el vino del politeísmo y te sientas en la acera cristiana en tal estado? Si me adoras de este modo te volverás loco”. El sheik replicó: “Tú me has robado el corazón. Devuélvemelo o acepta mi amor. Si lo deseas, abandonaré mi vida por ti, pero tú puedes restituirme la vida con un toque de tus labios. Por ti mi corazón está en llamas. He derramado lágrimas en torrentes y mis ojos han perdido la visión. Donde estaba mi corazón sólo queda sangre. Si pudiera unirme a ti, la vida me sería restituida. Tú eres el sol, yo la sombra. Soy un hombre perdido, pero si te inclinas hacia mí, tomaría bajo mis alas las siete cúpulas del mundo. ¡No me abandones, te lo imploro!”.

“¡Oh viejo baboso!”, le dijo, “¿no te avergüenzas de usar alcanfor en tu mortaja? Deberías enrojecer al sugerir intimidad conmigo, ¡con ese aliento helado! Envuélvete ya en el sudario en vez de perder tu tiempo conmigo. ¡No puedes inspirar amor. Vete!”.

El sheik replicó: “Digas lo que digas yo te amaré. Qué importancia tiene ser joven o viejo, el amor afecta a todos los corazones”.

Ella le dijo: “Bien, ya que no es fácil rechazarte, escúchame. Deberás lavarte las manos del Islam; porque el amor que no se identifica con su amado no es más que color y perfume”.

Y él dijo: “Haré todo lo que pidas. Emprenderé todo lo que me ordenes. Tú, la de cuerpo como plata, soy tu esclavo. Pon en mi cuello un rizo de tus cabellos para recordarme esta esclavitud”.

“Ya que eres un hombre de acción”, dijo la joven cristiana, “debes hacer cuatro cosas: prosternarte ante los ídolos, quemar el Corán, beber vino, y cerrar los ojos a tu religión”.

Y él contestó: “Beberé vino en honor a tu belleza pero no puedo hacer las otras tres cosas”. “Muy bien”, dijo ella, “ven a beber conmigo, y pronto aceptarás las otras condiciones”.

Luego lo condujo a un templo de magos donde había una reunión muy extraña: estaban reunidos para un banquete y la anfitriona se distinguía por su belleza. Su amada le alcanzó una copa de vino y cuando él la tomó embelesado por los sonrientes rubíes de sus labios, se encendió fuego en su corazón y un torrente de sangre asomó a sus ojos. Intentó recordar los libros sagrados que había leído y escrito sobre religión, y el Corán, que tan bien conocía; pero cuando el vino llegó a su estómago olvidó todo; su conocimiento espiritual se desvaneció. Perdió su voluntad y el corazón se le escapó de las manos. Intentó posar su mano sobre el cuello de su amada, y ella dijo: “Tu amor es pura pretensión. No conoces los verdaderos misterios del amor. Si tu amor fuera firme encontrarías el acceso a mis rizados cabellos. Piérdete en la infidelidad a través de mis enredados bucles; atrévete en el laberinto de mis rizos y llegarás a mi cuello. Pero si rehúsas seguir mi camino, levántate y vete; y llévate el bastón y el manto de faquir”.

Entonces, el sheik desconcertó por completo, y se entregó sin más a su destino. El vino que había bebido hizo que su mente funcionara con la inquietud de una brújula. El vino era añejo y su amor joven. Su estado no podía ser otro que el de un borracho enamorado.

“Oh esplendor de la luna”, dijo, “pídeme lo que desees. No era idólatra antes de perder el juicio, pero ahora que estoy ebrio quemaré el Corán ante el ídolo”.

La bella joven dijo: “Así habla mi hombre. Ahora eres digno de mí. ¡Bien! Antes estabas crudo para el amor, ahora la experiencia te ha cocido”.

Al darse cuenta los presentes de que por fin el sheik había abrazado la fe cristiana, lo condujeron, todavía en estado de ebriedad, a la iglesia y le indicaron que se ciñera el zunnar. Así lo hizo, y arrojando al fuego su antiguo hábito derviche, olvidó la Fe y se entregó a las prácticas de la religión cristiana.

Le dijo a la joven: “Oh dama encantadora, nadie hizo tanto por una mujer como yo he hecho. He adorado tus ídolos, he bebido tu vino, y he renunciado a la Fe verdadera. Todo lo he hecho por amor a ti, para poder poseerte”.
Y ella respondió: “Viejo baboso, esclavo del amor, ¿cómo puede una mujer como yo unirse a un faquir? Me son necesarios el oro y la plata, y como tú no los tienes, retírate de mi vista”.

El sheik dijo: “Oh adorada mujer, tu cuerpo es un ciprés y tus pechos son como de plata. Si me rechazas me conducirás a la desesperación. La idea de poseerte me ha arrojado a este tormento. Por esta situación mis amigos se transformaron en mis enemigos. Así eres tú y así son ellos. ¿Qué puedo hacer? Oh mi amada, prefiero el infierno contigo que el paraíso sin ti”.
Finalmente la joven cedió, y cuando él fue su hombre, también ella comenzó a sentir la llama del amor. Pero, poniéndolo a prueba una vez más, le dijo: “Oh hombre imperfecto, por dote quiero que durante un año te hagas cargo de mis cerdos, luego pasaremos el resto de nuestras vidas en alegría o tristeza!”. Sin protestar, este sheik de la Cabaá, este santo, se transformó en cuidador de cerdos.

En la naturaleza de cada uno de nosotros podemos encontrar un centenar de cerdos. ¡Oh tú, perfecta nulidad, que sólo piensas en la peligrosa situación del sheik! Cada uno de nosotros está en peligro: el riesgo comienza desde el mismo momento que iniciamos el camino del autoconocimiento. Si no conoces tus propios cerdos, no conoces el Camino. Pero si emprendes la búsqueda, encontrarás un millar de cerdos –un millar de ídolos-. Desembarázate de los cerdos, quema los ídolos en el terreno del amor; o de lo contrario, vive como el sheik, en la deshonra del amor.

Entonces, cuando corrió la noticia de que el sheik se había convertido al cristianismo, sus compañeros sintieron gran dolor y todos menos uno se apartaron. El que quedó le dijo: “Háblanos de este secreto para que podamos convertirnos al cristianismo contigo. No queremos que seas el único apóstata, de modo que ceñiremos también el zunnar cristiano. Si no estás de acuerdo, regresaremos a la Cabaá y haremos penitencia para no ver lo que estamos viendo”.

El sheik le respondió: “Mi alma está llena de pena. Ve donde te lleven tus deseos. En cuanto a mí, la iglesia es mi lugar, y la joven cristiana mi destino. ¿Sabes por qué tú eres libre? Porque no te encuentras en mi situación. Si compartieras mi situación me sentiría acompañado en este amor desgraciado. Regresa pues a la Cabaá, querido amigo, porque no hay quien pueda compartir mi estado actual. Si te preguntan por mí, diles: “Sus ojos están llenos de sangre, su boca llena de veneno; está atrapado en las fauces del dragón de la violencia. Ningún infiel consentiría en hacer lo que este orgulloso musulmán ha hecho por efecto del destino. Una joven cristiana, con el lazo corredizo de sus cabellos, lo atrapó por el cuello’. Si me critican, diles que son muchos los que quedan en el camino de esta senda sin principio ni fin, pero que algunos, por azar, se salvarán del peligro y la caída”. Y luego, dio la espalda a su amigo y regresó con los cerdos.

Los otros compañeros, que habían estado observando desde cierta distancia, lloraron con amargura. Finalmente regresaron a la Cabaá, y aturdidos y avergonzados intentaban ocultarse.

En la Cabaá había un amigo del sheik, un discípulo fiel que no había podido acompañarlo en el viaje a Grecia; era un hombre de clara visión, un hombre del Camino. Nadie conocía mejor que él al sheik. Cuando este hombre pidió noticias de su amigo, los discípulos le relataron todo lo que había sucedido y le preguntaron si la rama dañina que había perforado el pecho del sheik había actuado por obra del destino. Le dijeron que una joven infiel lo había enlazado con unos solo de sus cabellos y lo mantenía apartado de los caminos del Islam. “Se entretiene jugueteando con sus bucles y rizos, y ha quemado su kirka. Ha olvidado su religión y ahora ciñe el zunnar y cuida una manada de cerdos. Pero aunque ha puesto en juego hasta su alma, creemos que todavía hay esperanzas”.

Al oír esto el discípulo comenzó a lamentarse amargamente. Luego dijo “Compañeros de desgracia, en religión no hay diferencias entre hombre y mujer. Cuando un amigo necesita ayuda a veces sucede que una sola persona en un millar puede ser de utilidad”. Luego les reprochó haber abandonado al sheik, y dijo que deberían haberse convertido al cristianismo para ayudarlo. Y agregó: “Un amigo es amigo hasta el final. En la desgracia se descubre en quién se puede confiar; porque en las buenas siempre se cuenta con miles de amigos. Viendo que el sheik cayó en las fauces del cocodrilo, se alejaron para cuidar su reputación.”

“Nos ofrecimos a permanecer con él”, dijeron, “y accedimos a transformarnos en idólatras. Pero él es un hombre sabio y en él confiamos; cuando nos dijo que nos marcháramos regresamos aquí”.

Y el discípulo fiel dijo: “Si realmente desean actuar deben golpear a las puertas de Dios; así, a través de la oración, serán admitidos en su presencia. Deberían haber rogado a Dios por su amigo, cada uno recitando una plegaria diferente; y Dios, viendo esto, hubiera traído al sheik de regreso. ¿Por qué no golpearon a la puerta de Dios?”.

Al escuchar estas palabras se avergonzaron y no osaban levantar la cabeza. Pero él les dijo: “No es momento para lamentarse. Acudamos ya mismo a la corte de Dios. ¡Arrojémonos en el polvo del camino, vistamos la túnica del suplicante para que podamos recuperar a nuestro guía!”.

De inmediato los discípulos emprendieron viaje hacia Grecia y allí permanecieron junto al sheik. Oraron durante cuarenta días y cuarenta noches. Durante cuarenta noches y cuarenta días no durmieron ni comieron; no probaron pan ni agua. Finalmente, el poder de la plegaria de estos hombres sinceros se hizo sentir en el Cielo. Ángeles y arcángeles y todos los Santos que visten de verde en las alturas y en los valles, se cubrían con vestidos de luto. La flecha de la oración había dado en el blanco.

Al llegar la mañana, un céfiro cargado de almizcle sopló suavemente sobre el fiel discípulo que oraba en su celda, y el mundo se develó a su espíritu. Vio al Profeta Mahoma que se aproximaba, radiante como el sol de la mañana, dos bucles de su cabello cayendo sobre su pecho; la sombra de Dios era el sol de su semblante, el deseo de cientos de mundos estaba aferrado a cada uno de sus cabellos. Su sonrisa encantadora atrajo hacia él a todos los hombres. El discípulo se levantó y dijo: “¡Oh mensajero de Dios, guía de todas las criaturas, ayúdame! Nuestro sheik se ha extraviado. ¡Muéstrale el camino, te lo imploro en el nombre del Santísimo!”.

Mahoma respondió: “Oh, tú que posees la mirada interior, tus deseos más puros serán satisfechos debido a tus esfuerzos. Durante un tiempo ha habido un obstáculo entre el sheik y Dios; pero yo he derramado el rocío de la súplica y lo he esparcido por el polvo de su existencia. Él se ha arrepentido y su pecado se ha limpiado. Los errores de cientos de mundos pueden desvanecerse como vapor en un instante de arrepentimiento. Cuando el océano de la bondad se mueve, sus olas lavan los pecados de hombres y mujeres”.

El discípulo exhaló un suspiro que movió los cielos. Corrió a llevar a sus compañeros las buenas noticias, y luego, llorando de alegría se acercó apresuradamente hasta donde estaba el sheik cuidando a los cerdos. Pero el sheik estaba como en llamas, como un iluminado. Se había arrancado el cinturón cristiano, había arrojado la faja, había retirado de su cabeza el bonete de ebriedad y había renunciado al cristianismo. Se vio tal como era y derramando lágrimas de remordimiento elevó sus manos al cielo; todo lo que había abandonado – el Corán, los misterios y profecías- regresaba a él, y quedó liberado de la miseria y la locura. Le dijeron: “Ahora es momento de gratitud. El profeta ha intercedido por ti. Gracias a Dios te sacó del océano de la separación y puso tus pies en la ruta del Sol”.

Entonces el sheik volvió a vestir su kirka y a realizar sus abluciones y partió hacia el Hejaz.

Mientras tanto, la joven cristiana tuvo un sueño en el que el sol descendía y se derramaba sobre ella, y escuchó estas palabras: “Sigue a tu sheik, abraza su fe, conviértete en su sombra. Tú que estás manchada, purifícate hasta el grado de su pureza. Lo arrastraste por tu camino, sigue el suyo ahora”.

Al despertar, su espíritu estaba iluminado y sólo deseaba iniciar el camino. Su mano tomó su corazón, y el corazón se le cayó de la mano. Pero cuando se percató de que estaba sola y de que no conocía el camino, su alegría se volvió llanto y corrió a echar polvo sobre su cabeza. Luego emprendió la búsqueda del sheik y sus discípulos hasta que abatida y turbada, cubierta de sudor, se arrojó en tierra y gritó: ¡Quiera Dios el creador perdonarme! Soy una mujer asqueada de la vida. No me rechaces porque yo te golpeé a causa de mi ignorancia; todos mis errores fueron por ignorancia. Perdona el daño que he hecho. Adopto la Fe verdadera”.

Una voz interior alertó al sheik acerca de esto. Se detuvo y dijo: “Esta joven ya no es una infiel. La luz ha llegado hasta ella y la ha guiado hacia nuestro Camino. Regresemos. Ahora puedes estar íntimamente ligado al ídolo sin pecado”.

Pero sus compañeros le dijeron: “¡Cuál es el sentido de tu arrepentimiento! ¿Quieres regresar a tu amada?”. Pero él les habló de la voz interior que había oído y les recordó que había renunciado a su comportamiento anterior, por lo que regresaron hasta donde yacía la joven. Su rostro estaba pálido, sus pies desnudos, su vestido desgarrado. Cuando el sheik se inclinó hacia ella, la joven se desmayó. Al recobrar el sentido derramó lágrimas como gotas de rocío, y dijo: “Me consumo de vergüenza a causa de ti. Levanta el velo del secreto e instrúyeme en el Islam para que pueda transitar el Camino”.

Cuando este bello ídolo finalmente formó parte de los fieles, los compañeros derramaron lágrimas de alegría. Pero el corazón de la joven se impacientaba por ser liberado de la pena. “Oh sheik”, dijo, “ya no me quedan fuerzas. Quiero abandonar este mundo sucio y ensordecedor. Adiós sheik San’an. Confieso mis pecados. Perdóname y déjame ir”.

De este modo, esa luna de belleza que sólo había vivido media vida, se le escapó de la mano. El sol se escondió tras las nubes mientras su dulce alma se separaba de su cuerpo. Ella, una gota en el océano de la ilusión, había regresado al océano verdadero.

A todos nos llega el momento de irnos como el viento; ella se fue y nosotros también nos iremos. Estas cosas suceden a menudo en los caminos del amor. Hay desesperación y piedad, ilusión y seguridad. Si bien el cuerpo del deseo no comprende estos secretos, la adversidad no puede evitar la dicha. Se debe escuchar con el oído de la mente y con el del corazón, no con el del cuerpo. La lucha del espíritu con el cuerpo de deseos no tiene fin. ¡Laméntate! Porque hay motivo para ello.